El Cardenal Quintero se expresa de José Gregorio Hernández

13.09.2014 14:35

¿Qué opinión tenía el  Cardenal José Humberto Quintero de José Gregorio Hernández?/

 Por: Alfredo Gómez y Milagro Sotelo

 

Es notable  que algunos hombres extraordinarios no guarden mezquindad en su corazón cuando hacen referencias o citan a otros hombres  reconociendo en ellos  sus  méritos y sus virtudes.  

 Uno de estos hombres extraordinarios que se destacó como un pastor insigne de la Iglesia venezolana  fue el Cardenal José Humberto Quintero, por ello, quiero compartir con ustedes amigos lectores de este semanarios, la opinión que tenía el Cardenal  Quintero acerca del “Venerable” José Gregorio Hernández.

Pero antes  se hace justo y necesario, que les exponga  una pequeña   biográfica de quien fuera,  el primer Cardenal  de la Iglesia Católica venezolana.  

José Humberto Quintero Parra;  nace el 22 de septiembre de 1902, en el pueblo merideño de Mucuchies, es hijo de Genaro Quintero Dávila y de Perpetua Parra. Siendo sólo un adolecente ingresó al Seminario Menor de Mérida, regido en aquella época por el presbítero Enrique María Dubuc, futuro obispo de Barquisimeto. En dicho centro de estudios realizó todo el curso de humanidades y al finalizarlo, recibió el título de bachiller en filosofía.

Fue enviado luego a seguir estudios filosóficos y teológicos en la Universidad Gregoriana de Roma, siendo huésped del colegio Pío Latinoamericano de esa ciudad. En 1926, obtiene el título de doctor en sagrada teología. Retorna a Venezuela y en Mérida, de manos del nuncio apostólico monseñor Felipe Cortesi, recibe la ordenación sacerdotal el día 22 de Agosto de 1926.

Vuelve a Roma a continuar sus estudios de derecho canónico, los cuales culmina en 1928, año en que comienza su ministerio sacerdotal. Su primer destino es teniente cura de Santa Cruz de Mora Estado Mérida; y luego el arzobispo metropolitano de Mérida, monseñor Acacio Chacón, lo designa como su secretario de cámara y gobierno y además es maestro de ceremonias de la catedral, vicario general del arzobispado y canónigo magistral del Cabildo Eclesiástico de Mérida. Por varios años, será jefe del servicio de las capellanías militares, institución que ayuda a organizar. En 1953, es nombrado arzobispo titular de Acrida, coadjutor, con derecho a sucesión, del arzobispo de Mérida; Acacio Chacón y es consagrado en Roma el 6 de septiembre de 1953. Con motivo del fallecimiento de monseñor Rafael Arias Blanco, es designado por el papa Juan XXIII como nuevo arzobispo de Caracas, el 31 de agosto de 1960 y el 16 de enero de 1961, es elevado a la dignidad de cardenal, siendo el primero en la historia de la Iglesia venezolana.

Durante su episcopado, se concretaron las negociaciones que llevaron a la firma del convenio entre el Gobierno venezolano y la Santa Sede, que determina en la actualidad las relaciones entre la Iglesia católica y la República de Venezuela el día 6 de marzo de 1964. El cardenal Quintero rigió la diócesis caraqueña hasta el 24 de mayo de 1980, en que le fue aceptada su renuncia debido a quebrantos de salud. Desde su juventud, el cardenal Quintero fue un cultor de las letras. Entre sus más importantes discursos se encuentran los que pronunció en Mérida con ocasión del centenario de la muerte del Libertador (diciembre 1930): “Bolívar magistrado católico” y “Ante la tumba de Bolívar”. El Gobierno del estado Mérida publicó, en 3 volúmenes, la mayoría de sus discursos tanto eclesiásticos como patrióticos. Murió el 8 de julio de 1984.

Una de las  opiniones más hermosas del Cardenal José Humberto Quintero sobre  José Gregorio Hernández  la  podemos recoger  en el prólogo del libro biográfico del Doctor Hernández que realiza el  R.P. Eduardo de Gema  titulado: “El siervo de Dios Doctor José Gregorio Hernández Cisneros” publicado en 1953.  El Cardenal la titula así:

Dos  Palabras” 

Para apreciar plenamente la altura de una montaña, no hay método más eficaz que subir a ella. La simple vista de la mole  gigante nos da desde luego una idea de su magnitud, pero esa idea resulta siempre falla e imprecisa ante la realidad, como lo comprobamos cuando, emprendida la hazaña de la ascensión, logramos al fin poner el pie en la cumbre.

El doctor José Gregorio Hernández se destaca en la historia contemporánea de Venezuela con imponencia de montaña. En ello están conformes gibelinos y güelfos. Pero dudo que la mayoría haya apreciado en su plenitud esa gloriosa grandeza. Obtener tal efecto es el fin de este libro. El es un ameno viaje  al través de la vida variada e ilustre de este amable y admirable compatriota. Al llegar a la página final de este libro, el lector no puede menos de exclamar: ¡qué grande fue, en realidad, este venezolano! Y siente el deseo de que esa grandeza se vea proclamada aquí, en la tierra, por la suprema autoridad del Romano Pontífice en el esplendor de la canonización. Este deseo y aquella exclamación testifican que el autor logró conducirnos hasta la cumbre.

De la infancia al minuto de la muerte, la vida de José Gregorio Hernández fue un constante subir hacia la perfección. La ciencia y la santidad eran sus metas. Triunfó alcanzándolas.

Para obtener una y otra, pasó primero por las veredas dolorosas del fracaso, no es infrecuente que así conduzca la paternal sabiduría de Dios a sus elegidos. Recién graduado, José Gregorio Hernández piensa en ejercer su profesión en el interior de la Republica y, con tal propósito, vuelve a su región nativa. Pero ese medio, que debería haberle acogido como hijo predilecto, muy pronto se le vuelve hostil y obliga a emprender otro rumbo. Sin esta circunstancia, sin este aparente fracaso, él se hubiera quizás radicado en cualquiera de nuestras pequeñas ciudades, donde distintos lazos, ahogando poco a poco en su corazón el anhelo de completar en Europa sus estudios, lo habrían retenido por toda la vida. Allí habría sido ciertamente un afamado médico, de clientela vastísima, pero no el descollante Profesor que, después de Vargas, realizó la más trascendental reforma de los estudios de Medicina en la Universidad de Caracas. Ansioso de santidad, ingresa en la Cartuja: la flaqueza de sus fuerzas físicas, que le impide realizar las labores manuales exigidas por la regla, lo obliga a abandonar el claustro. Años después siempre con el pensamiento puesto en la vida cenobítica, entra en el Seminario. Una grave enfermedad de nuevo lo aparta de esa senda. Sin estos contratiempos, sin estos fracasos, José Gregorio Hernández habría sido un cartujo ejemplar, pero tal vez hoy nadie pensaría en introducir su causa de canonización. No es lo mismo adquirir la santidad en la paz propicia del convento que en medio de las luchas, peligros, tropiezos y tentaciones del siglo.

Por los fragmentos de cartas que en este libro aparecen, advertimos que el doctor José Gregorio Hernández era un alma tan delicada como sensible. Ello nos permite entrever cuanto  tuvo que sufrir a causa de estos fracasos, en especial, ante el último.

Dada la fama que aureolaba su nombre, su ingreso en la Cartuja fue acontecimiento que conmovió a toda la Nación. Conociendo él la sorpresa general que había despertado ese acto suyo, fácil es imaginar lo  terriblemente duro que hubo de serle retornar a la misma ciudad, para reanudar sus mismas tareas de médico y de profesor, de los cuales se había despedido definitivamente. Si la salida de la Cartuja equivalía a la muerte de un ideal por muchos años acariciado, el regreso a las antiguas actividades en el propio lugar de donde había partido, significaba una ponderosa humillación. Ambas cosas las soportó el doctor Hernández con una sorprendente serenidad. Pero esa serenidad  era apenas el antifaz que ocultaba a los ojos de los hombres la tragedia sólo patente a los ojos de Dios. Con el finísimo cincel de secreto dolor, la Divina Providencia fue día a día esculpiendo esta noble alma hasta convertirla en una obra maestra. Desde la antepenúltima década del siglo pasado, por la influencia del tudesco Adolfo Ernst y del venezolano Rafael Villavicencio, en la Universidad Central se habían impuesto las teorías materialistas. Confesarse librepensador, evolucionista ateo, positivista fervoroso, era por entonces la moda reinante entre la juventud que acudía a las aulas de aquel instituto. Hay palabras que ejercen sobre la mayoría de los hombres un particular poder de fascinación: tal es el adjetivo “moderno”. Y todas aquellas ideas se presentaban por esos días cubiertas con la capa de esa fascinante palabra. Discutir siquiera tales teorías equivalía a  exhibirse como un retrasado, digno solamente de despectiva compasión. Que un individuo se preciara de intelectual y a la vez hiciera paladina profesión de fe cristiana, se estimaba un contrasentido. He ahí la atmósfera universitaria caraqueña cuando José Gregorio Hernández instaló el 6 de noviembre de 1891  su cátedra de Fisiología Experimental y Bacteriología. Para ese momento, sus alumnos sabían que él, recién retornado de Europa, había perfeccionado sus estudios bajo la dirección de los más notables profesores parisienses: había, pues, bebido la ciencia moderna en su propia fuente. Bien pronto los discípulos  se dieron clara cuenta de los profundos y vastísimos conocimientos del nuevo catedrático. Y es de suponer la impresión que en todos ellos tenía que causar no oírlo jamás hacer la apología del librepensamiento, del darwinismo o del positivismo y verlo más bien confesar prácticamente la fe católica, pues frecuentaba templos y allí, postrado de hinojos, oraba con recogimiento edificante. Si no consiguió el doctor Hernández cambiar el criterio predominante en el ambiente universitario, probó al menos a todos esos jóvenes que se puede a la vez ser hombre de ciencia y hombre de fe, hombre moderno y hombre creyente, e infundió en esas primaverales inteligencias una duda saludable sobre aquellas teorías materialistas que otros profesores pretendían hacer pasar como la última, definitiva e inapelable palabra de la sabiduría. Esto solo, en aquel medio, fue una espléndida victoria.

Temerario resulta pretender internarnos en los arcanos designios de Dios. Sin osar descorrer el velo sagrado que los cubre, creo sin embargo vislumbrar algo del plan divino en la maravillosa vida de este sabio. Le infunde el Señor ese anhelo de retiro claustral y aun le permite la entrada en la Cartuja, a fin de poner más de relieve la sinceridad de su fe, porque ello era necesario para la misión providencial a que lo había destinado: contrarrestar con el ejemplo, que es el argumento más eficaz, las corrientes intelectuales a que acabo de referirme. Pero lo aleja luego de la celda y lo vuelve a la cátedra, porque ese era su verdadero campo de apostolado: allí el doctor Hernández habría de constituir un viviente tratado de apologética, perennemente abierto ante los ojos de la incredulidad.

Para robustecer aún más esa misión apologética, el Señor le confió otra tarea: la de apóstol del bien ante el dolor, ardua tarea que él satisfizo con puntual exactitud. Jueces mayores de toda excepción, como Razetti y Dominici, ponderaron la vasta ciencia adquirida por el doctor Hernández. Los alumnos que concurrían a sus lecciones, se hacían lenguas en elogios de la cultura del Profesor preeminente. La inmensa clientela que solicitaba sus servicios, era un constante testimonio de alabanza a su pericia.

Pero ni enfermos, ni alumnos, ni colegas suyos sospechaban  la última razón que movió al doctor Hernández a conquistar, mediante el estudio tenaz, aquel prodigioso cúmulo de conocimientos: la caridad. Se propuso saber mucho y lo consiguió, no para una vana complacencia personal, sino para ser siempre útil  a los necesitados. En otros términos: se empeñó en ser un instrumento perfecto a fin de cumplir plenamente  ese apostolado del bien ante el dolor que le encomendara la providencia del Señor. Por este aspecto, la figura del doctor Hernández se capta,  no sólo la admiración, sino la más cordial simpatía. Corona y cetro son atributos naturales de la ciencia, porque ella es reina en los dominios del espíritu. Cuando esta soberana se dedica al servicio exclusivo de la caridad, el mundo contempla una belleza moral que llega hasta aquel supremo grado señalado por la lengua con el calificativo de sublime. Y así, esplendorosa y sencillamente sublime fue la vida de este venezolano.

Como para grabar de manera perpetua en la memoria de los hombres esta sublime belleza, al doctor Hernández lo sorprendió la muerte en el instante en que realizaba un acto de caridad unido al ejercicio de la ciencia: cuando lo atropelló el automóvil que puso fin a sus días, llevaba en la mano las medicinas que momentos antes había recetado a una ancianita paupérrima y que él mismo, en vista de la penuria de aquel hogar y de la urgencia del caso, había ido a adquirir en la vecina farmacia.

Morir empuñando la espada era la ambición de los antiguos héroes. Aquellas medicinas en la mano de este héroe de la caridad, armado de punta en blanco por la ciencia, tenía en esos supremos segundos el máximo valor simbólico de una espada gloriosa.

Cuando el ataúd  que contenía el cadáver del santo y sabio varón salió de la Catedral, concluidas las exequias litúrgicas, la multitud congregada en la Plaza Bolívar exclamó: “El Doctor Hernández es nuestro”, y se apoderó de aquella urna para llevarlo hasta el lejano cementerio. En esa solemne marcha hacia la ciudad del silencio y del reposo eterno, “sobre el mar cabezas, el féretro flotaba como una bandera”. Aquel grito espontáneo, en el que se confundían las voces de la gratitud y la de la admiración, aquel grito más elocuente que el mejor elogio fúnebre, debe persistir en la vida de la Patria. A que Venezuela continúe repitiéndolo, con indiscutible orgullo de madre afortunada, va encaminado este libro. Así, “sobre el mar de cabezas” la gran figura de este excelso adalid de la ciencia y de la virtud seguirá “flotando como una bandera”.

Cardenal José Humberto Quintero

Mérida, Junio de 1953